No se si Lázaro era su verdadero nombre o la apodaron así por su oficio: era el sepulturero del municipio y la verdad no recuerdo si vivía allí mismo entre las tumbas… pero si recuerdo que un día que bajamos un grupo de muchachos a bajar cerezas de unos árboles, que se encontraban cerca del cementerio, lo saludamos y el hombre, muy tímido y cortés, nos contestó con una sonrisa de su boca desdentada. Por alguna razón no seguimos sino que paramos a conversar con él y su oficio.
Lo recuerdo como un campesino siempre sin afeitar, con una sonrisa triste y ropa que mal se puede llamar así porque casi eran harapos, nos comentó que más tarde iban a realizar una autopsia de un cadáver NN que reposaba hacía tres días en lo que se puede llamar anfiteatro. Igual que los niños de todo el mundo, la curiosidad nos hizo pensar en presenciar dicha operación por una ventana que daba al camino y arrimamos unas piedras para pararnos y mirar.
Como dos horas más tarde llegaron varias personas. Después, supimos que eran un notario, el secretario del juzgado un médico traído de Cáqueza y otras dos personas. que no guardo en la cabeza y supongo que eran familiares porque miraron el cadáver y movieron la cabeza en señal de afirmación, además lloraron hasta donde estuve viendo. Desde nuestro puesto mirábamos más callados y tiesos que el difunto para que no nos descubrieran. Creo que mis compinches eran Herbert González y Jorge Perea. Todo iba bien hasta que destaparon el cadáver cubierto por una sabana: tenía un color amarillento, costras de sangre seca por todo el cuerpo, una especie de sonrisa macabra y un ligero olor a mortecina. Todos tomaron varios tragos de aguardiente de un botellón y Lázaro miraba desde la puerta con el sombrero en la mano, se notaba bastante borracho.
Cuando el médico hizo la primera incisión con el bisturí en el abdomen del difunto escaparon unos gases fétidos que invadieron la pieza, yo no esperé más, salí corriendo a vomitar y después hasta mi casa, donde terminé de arrojar lo poco que me quedaba en el estómago, el olor de muerto impregnado en el olfato y la imagen en la mente. No comí carne durante mucho tiempo ni pude dormir sin la luz de una vela porque, pensaba, el muerto iba a salir a buscarme y llevarme de patas al cementerio. Es el único recuerdo que tengo del enterrador de mi patria chica, Chipaque
Edgar Tarazona Angel
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