
Siempre hablo de mi pueblo natal
porque allí pasaba de todo, o mejor, lo que ocurría lo relacionaban con algún
pasaje bíblico como este de la pesca milagrosa. Ese que narra la inútil labor
de Pedro y otros pescadores que pasan el día en el lago sin lograr pescar nada
y llega Jesús y les dice que arrojen las redes al agua una vez más y estas
salen repletas de peces.
En los días en que el párroco
organizaba bazares (para mis lectores de otros países son reuniones sociales
con venta de víveres, licores, reinados de belleza y juegos permitidos para
recoger dineros para la parroquia. Pues esas señoras piadosas y colaboradoras
inventaron una forma de sacarles las monedas a los niños con el juego de “La
pesca milagrosa” que consistía en lo siguiente:
En el segundo piso de la casa parroquial
se instalaban varias señoras con pequeños obsequios envueltos en papel de regalo. Abajo estábamos
los niños con las monedas en la mano, haciendo una fila bien ordenada por otra
señora; entonces, atada de una cuerda bajaba una canasta donde uno depositaba
sus moneditas y el canasto subía nuevamente; allí arriba las damas contaban las
monedas y según la cantidad enviaban de regreso un regalo.
Yo no era de los niños ricos y
siempre mi regalo sorpresa era de los mejores. Para mí, en mis cortos años, eso
era milagroso. Ahora, muchos años después, saco la conclusión que el milagro se
debía a que mi familia era de las mayores colaboradoras con el cura pero, en
esa época, cada vez que se realizaban estas festividades yo era feliz en “La
pesca milagrosa” con un yoyo, un carrito o un pito para desesperar a los
mayores.
Edgar Tarazona Angel
Imagen bajada de la red
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