sábado, 28 de mayo de 2016

EL JUDÍO ERRANTE


El judío errante
Al pueblo cualquier día de un año que no recuerdo llegaron los gitanos; una tribu nómada extinguida en Colombia pero que recorrió el territorio en todas direcciones con sus costumbres extrañas y su lengua enrevesada que solo ellos entendían. Los recuerdo porque a uno de niño lo asustaban con ellos diciendo que si no hacía caso se lo regalaban a los gitanos y que estos comían carne de infante. Pero también que a uno se lo llevaban para venderlo en otro pueblo durante las ferias y fiestas.
Regresando en el tiempo y comparando con las personas que frecuento ahora descubro que la mayoría de gitanos eran paisas, por su acento y vestimenta. Los hombres remendaban ollas y recipientes metálicos con soldadura de cobre que aplicaban con un soplete, también usaban estaño (todo esto lo se ahora) y algunas ollas parecían la cara de un adolescente con acné, llenas de granos metálicos. Afilaban cuchillos y vendían burros y caballos. En esto último eran maestros del engaño y no se como hacían para disimular los años y los defectos de esos pobres animales que muchas veces se sostenían en pie por puro milagro.
Las gitanas eran el terror de las mujeres casadas y las novias del poblado. Vestían faldas largas que les arrastraban barriendo el suelo, hechas con telas de colores chillones. Usaban unas pañoletas también multicolores, aretes extravagantes y manos llenas de anillos. Pasaban por todas las tiendas buscando borrachines a quienes leer la suerte en las líneas de la mano, el cigarrillo, el tabaco o echando el naipe. Siempre iban en parejas y mientras una adivinaba la suerte la otra esculcaba al pobre pendejo de turno. Algunas eran jóvenes y bonitas y engatusaban a los varones prometiéndoles su cuerpo a cambio de dinero, hasta donde supe, casi nunca lo cumplían porque sus hombres gitanos eran muy celosos y cobraban estas afrentas con sangre para lavar el honor. Después de unas semanas, no demasiadas, levantaban sus toldas (olvidaba este detalle) y en un camión destartalado salían con rumbo desconocido.
Recuerdo que en Cien años de soledad, José Arcadio hijo, se fue detrás de una muchacha de un circo, ese pasaje me parece similar al de mis gitanos. En este caso fue al contrario, una de las niñas mimadas del pueblo se enamoró de un gitano de ojos negros y soñadores, por el que suspiraban las chicas casaderas y las solteronas del pueblo, y una mañana de madrugada, cuando las mujeres devotas salieron rumbo a la iglesia para la misa de seis de la mañana, descubrieron que el campamento de los gitanos ya no estaba.
Cuando corrió la voz, alguien dijo que la vio subir al camión. Otro afirmó que los gitanos eran demonios y otro menos exagerado afirmó que eran judíos. Con el paso del tiempo los padres dejaron de buscar por todos los pueblos donde acampaban gitanos, porque no era una sola tribu, y tuvieron que consolarse con la noticia que el joven que había robado el corazón de su hija era un judío venido de Israel y se había llevado a la que ahora era su esposa por el rito gitano para su tierra.
Dos décadas más tarde, cuando todo el pueblo había olvidado, apareció una señora muy elegante, con vestimenta parecida a la de las gitanas de antaño, acompañada por dos hermosos jóvenes que recordaban al ladrón de la muchacha y caminaron directamente a la casa de sus padres. La dama entró directamente a la sala y se arrodilló frente a un anciano de cabeza blanca, le besó la mano y le pidió perdón. Cuando el viejo se quedó mirándola, reconoció a su amada hija y le dijo que se levantara y lo abrazara.  Entre lágrimas y risas llamó a su anciana esposa y escucharon su historia que en resumen era así:
“Me enamoré perdidamente de Enoc, que así se llamaba mi esposo, me volé con él para recorrer los caminos de Colombia pero no sabía que él andaba por todo el mundo; conocí muchos países y tuve dos hijos que son estos dos jóvenes que me acompañan, en uno de sus viajes de judío errante, al que no fui por cuidar los niños, mi marido se ahogó en el rio Nilo. Recordé mis orígenes y aquí estoy pidiendo perdón y alojamiento porque no me quedó un miserable peso”
Los ancianos miraron por turnos a su hija y a sus nietos. El perdón ya lo habían otorgado desde el fondo de su corazón pero no sabían cómo explicarle que la casa ya no era de ellos, que estaba convertida en un hogar para ancianos y ellos seguían allí porque era una de las clausulas que dejó escritas su hijo mayor al hacer la venta de la propiedad. Que no podían darle posada y menos comida y que con su bendición, saliera de nuevo como la primera vez a recorrer el mundo. Y para terminar, cuando ella les preguntó por los gitanos, para buscarlos y reintegrarse a una tribu, le dijeron que jamás habían regresado y hasta donde sabían eran especie extinguida.
Edgar Tarazona Angel



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