En el pueblo de estas historias
llamábamos la ley a la policía. Por la época de mis vivencias solo eran cuatro
o cinco uniformados y bastaban para mantener el orden en la población; lo único
que alteraba la tranquilidad eran riñas de borrachos los días de mercados con
heridos por armas blancas o física botella. El otro delito que ameritaba la
presencia de la fuerza pública era el abigeato.
Hoy poco se escucha esta palabra y
significa que alguien roba del corral ajeno algún animal, ya se trate de
gallinas, pavos, cerdos, ovejas o ganado mayor como vacas o caballos. Casi siempre
los abigeos eran campesinos pobres que llevados por la necesidad hurtaban de
algún vecino una gallina para echar al sancocho; pero también llegaban de otros
lugares ladrones más codiciosos que llegaban en las noches con un camión y
subían cuantas reses podían del potrero de un rico del pueblo.
Pero este no es el tema. Son las
tablas de la ley, y no me refiero a las que entregó Dios a Moisés en el monte
Sinaí, para nada, me refiero a unas tablas de verdad, de madera. Consistían en
unos listones de un metro de largo por seis o siete centímetros de ancho, en
buena madera, que tenían los policías y cumplían una misión castigadora. Borracho
escandaloso o que golpeara a su mujer o, en muchos casos, se resistiera a la
detención por parte de los uniformados era llevado a la comisaría, lo ponían en
cuatro patas y le aplicaban tantos tablazos según dijera el comandante y
dependían del estado de ánimo de este uniformado.
Las tablas de la ley hicieron
historia y en la iglesia, cuando el sacerdote, en uno de sus sermones recordaba
el pasaje bíblico, todos los feligreses reían por lo bajo con disimulo. Una vez
alguien soltó una sonora carcajada y el cura le mandó aplicar el castigo de las
tablas.